“Para comprenderse a sí mismo, el hombre necesita que otro lo comprenda. Para que otro lo comprenda, necesita comprender al otro” (P. Watzlawick)

jueves, 11 de julio de 2013

Charlie Espada






Llevaba varios días consumiendo más hierba de la habitual. Amargado y enlentecido por la soledad. Una soledad a la que había sobrevalorado y que, sin embargo, me estaba consumiendo por dentro. 
Una tarde, después de fumarme un canuto bien cargado, comencé a notar cómo el labio superior se descolgaba dormido sobre el inferior. Era una extraña sensación que continuó extendiéndose a la lengua, al paladar, a la boca al completo y, poco a poco, también al resto de la cara. La cabeza comenzó a pesar tanto que parecía como si mi cuello pudiera troncharse. Y me dejé caer sobre el sofá sumido en una anestésica inmovilidad. Consciente, pero con los sentidos aletargados y sin fuerza para mover un solo músculo.
Oía los sonidos de la calle muy lejanos, como si procedieran de un espacio paralelo. Y sin embargo notaba el retumbar de los jugos gástricos de mi estómago, de los latidos de mi corazón armoniosamente anodinos. Y notaba cómo mis pupilas se dilataban lentamente dejando vía libre a un torrente salvaje de imágenes y pensamientos.

Un papel en blanco que brilla frente a mí y me produce náuseas. Pinchazos en las entrañas. Arcadas. Me hace sentir dentro un vómito doloroso e impotente. Una piedra en el riñón que me despelleja por dentro. Un parto de nalgas que me abre en canal. Y el papel sigue allí, limpio. Inmaculado. Sin un garabato o una triste salpicadura de bilis negra, o de orín, o de sangre. Y yo, de pie, me río de mi "yo mismo" sentado. Con cara de poder hacerlo mejor. Completamente seguro de ser mejor. Mejor que tú, mejor que él, mejor que yo… Pero sin ninguna prueba. Sin ser capaz de demostrarlo. Ridículamente incompetente por mi narcisismo, por la simiente de un padre habituado a criticar y a destacar lo peor. Soy el fruto de un padre que engendró a un padre que tiene un hijo que se ve sobradamente legitimado para juzgar lo ajeno, pero insultantemente indulgente con lo propio. Completamente ciego con las miserias que me describen e identifican. Con miedo a caminar y dar un paso al frente que pueda ser en falso. Y desenmascare mi impostura. 
Veo la vida pasar por delante de mis ojos, en sentido contrario a como dicen que ocurre en el momento de la muerte, y estoy felizmente casado. Con mi feliz casa y mi familia feliz. Felizmente alienado a lo convencional. Narcotizado de rutina, de facturas, de plazos. De compromisos familiares, compromisos laborales y sociales preestablecidos. Atemorizado ante la posibilidad de salirme de mi guión constreñido. –Este es el camino- le digo a mi hija, o a mi hijo. O a una hija con apariencia de hijo, o a un hijo con apariencia de hija. -Y este es mi raquítico legado-.

Haciendo un enorme esfuerzo, conseguí girarme hasta poder asomar la cabeza por un lado del sofá. Metí un par de dedos en la boca y me provoqué el vómito para terminar con aquella horrible pesadilla. Había pasado más de cuatro horas y estaba completamente sudoroso.
Después traté de analizar lo sucedido. Siempre lo hago. Darle una explicación y un sentido a todo, aunque quizá no lo tenga. Y, tras aquellas alucinaciones, la conclusión fue que debía tocar fondo, revolcarme en él. Rascar en la mierda que lo cubrepara saber hay algo más debajo. Y esa fue la conclusión que saqué: Esforzarme en ser humilde para criticarme o juzgarme a mí mismo antes que a los demás. Esa, y que debía dejar de fumar maría.
Así que, con ese peso que me había quitado de encima, con esa ligereza y esa sensación de desahogo, limpié el vómito caído sobre el suelo y el sofá de manera celerosa y concienzuda. Me fumé un nuevo canuto y pensé en lo confundidos, desgraciados y estúpidos que eran los demás.

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